
« I am at ease in the arms of a woman and when she wakes me, she takes me back home.»
Ser adolescente nunca ha sido fácil. Ser criticada y juzgada por tu forma de vestir, hablar y pensar; tampoco. Salir del armario con dieciséis años, mucho menos, pero haber vivido hasta hoy trescientos sesenta y cinco días a su lado, a parte de fácil, ha sido maravilloso.
Recuerdo a la perfección aquellas noches mirando el techo en busca de las razones de mi felicidad. Enumeraba y analizaba aquellas cosas que me hacían sonreír, convenciéndome de que también eran las que me hacían feliz. Supongo que por aquel entonces, el concepto de "estar feliz" y "ser feliz" aún no tenía diferencia para mí. A veces no te das cuenta de lo que tienes hasta que lo pierdes, y otras muchas no te das cuenta de lo que te falta hasta que lo encuentras. Mi caso fue el segundo. A día de hoy sólo necesito perderme en sus ojos para encontrar la verdadera felicidad, para encontrar en los ojos de Ana mi verdadera razón de ser. Oh, vaya, qué irónico es haber soltado semejante cursilería por la que debería ser apaleada hasta la muerte ahora, cuando hace año y medio maldecía por lo bajo a los enamorados, culpándolos de ser unos ilusos. Quizás el amor te vuelve así, no lo pongo en duda; quizá la ilusión es lo que da sentido a las relaciones y precisamente su pérdida es la que las condena a su fin.
Son precisamente los que no saben qué es estar enamorado los que afirman que nada dura para siempre, que el amor es una ilusión y un complot entre el corazón y el cerebro y que la gente, al enamorarse, se vuelve gilipollas. Puede que sí me haya vuelto un poco gilipollas, pero tener a alguien como Ana a tu lado creo que es razón y justificante suficiente como para perder la cabeza, el culo, las bragas y lo que haga falta. Porque sí, estoy enamorada de una mujer que me quiere del mismo modo que yo a ella. Porque sí, a ojos de cualquier buen católico me merezco ser torturada en el abismo de los infiernos. Porque sí, he tenido la inmensa suerte de haber conocido en menos de dos décadas a las dos mujeres de mi vida mejor que a la palma de mi mano: a mi madre, y a mi pareja. Y porque sí, tengo diecisiete años y poco me importa lo que digan las malas lenguas de los amores adolescentes. ¿Por qué? Porque hoy hace trescientos sesenta y cinco días que comparto mi vida con la mujer sin la que, a día de hoy, no podría vivir y porque sé que teniendo diecisiete, veinticuatro u ochenta años, seguiré mirándola a los ojos y muriéndome de jodida felicidad por dentro.
Porque sí, Ana me hace jodidamente feliz.